Entre Nacho, Petete y yo.

Escrito por Iris Báez en Los Educadores se Expresan

Últimamente he sentido la necesidad de escribir, algo que intenté hacer en mis años de secundaria y que por alguna razón abandoné. No recuerdo como sucedió ni en qué momento desistí de hacerlo y más aún, no me queda claro el por qué lo hago ahora.
Un móvil razonable para hacerlo podría ser el ver como cada día se mercantilizan las ideas mientras la competitividad reorienta sus fundamentos y se encumbra  en el clientelismo político, también el efecto terapéutico que me produce este espacio de intimidad o simplemente  se trate de que  la envestida del arribo a mis 3 décadas me haya puesto un poco filosófica, después de todo, entrar a la curva de los Ta (treinTA, cuarenTA…) es un camino sin regreso que más vale recorrer con el intelecto que con las carnes, porque cuando cuándo éstas últimas cuelgan llenas de pliegues, la memoria se convierte en la comadrona del pensamiento.
Cuando cumplí cinco años inicié una amistad intencional con Nacho, mi libro de iniciación a la lectura, nuestra relación era bastante buena porque desde que lo ví con mi hermana mayor quise acercarme a él. Paralelamente fui forzada a amistar con Petete, un pequeño cuaderno en el que debía escribir mi nombre completo una y otra vez sin ningún sentido. Me sentía castigada cada vez que mi maestra de primer grado nos indicaba que lo escribiéramos diez veces porque mi compañera de al lado terminaba inmediatamente por llamarse Aries Abréu, mientras a mí me tomaba medio recreo escribir la misma cantidad de veces: Iris Del Carmen Báez De los Santos.
Afortunadamente, Nacho me permitió descubrir su fascinante mundo a través de otros libros y, al llegar a cuarto grado, Petete dejó de clonarse.  Pasaron más de veinte años para que pudiera asumir la importancia de producir mi propio discurso.
La lectura y la escritura son procesos recíprocos; nada más cierto que eso, pero no lo supe hasta que llegué a la universidad. Por suerte, cuando estaba en mi mejor momento, el momento en que decidí estudiar, no porque mi mamá me llevaba o porque  ya se habían comprado los libros y había que “llenarlos” ni  porque debía obtener un título universitario si quería “ser alguien en la vida”, sino por puro gusto.
Aprender a escribir es aprender a pensar, dijo un maestro en el aula (gracias a Dios en mi presencia), y heme aquí, pensando en “voz alta”, usando la tinta como cuerdas vocales. Escribir en la pluralidad de mis destinatarios puede resultar una empresa arriesgada, así que en lugar de preocuparme por lo publicable de mis palabras, prefiero concentrarme en escribir para mí.
Desde mi punto de vista, la escritura es un espacio de intimidad, un encuentro conmigo misma, a veces emocionante, en ocasiones doloroso y aterrador, sin embargo, cualquiera que sea la emoción involucrada, escribir es siempre un proceso liberador. Pero ¿Cómo hacerlo?
Después de mucho indagar y encontrar innumerables sugerencias, intuyo que no existe una receta para hacerlo…a escribir, se aprende escribiendo.  Lo que he conocido después de que  mi entrañable Nacho me abrió las puertas del conocimiento me ha permitido conocer una realidad que me era ajena, aquella que es construida a través de la palabra escrita. ¡Más, cuán grande fue mi ignorancia al cerrarme a las posibilidades que Petete quiso mostrarme!
Cuando la realidad es escrita por otros se corre el riesgo de que no sea nuestra realidad. La única manera sensata y perdurable de construir la propia y provocar cambios en lo que ya existe es a través de la escritura. Petete ya no está conmigo, sin embargo, recién concluidos mis “veintipico”, me queda muy claro  que él tenía la mejor de las intenciones: quería que yo aprendiera a ser, que pudiera realizarme a través de mi propio texto.  Siempre me pregunté porque mi pequeño cuaderno tenía una enorme letra  D en su portada (la palabra dominical que aparecía debajo no tenía ningún significado para mi). Hoy sé lo que significa dominical pero me gusta pensar que esa D anticipaba la Devoción que siente por las letras quien logra entablar una sincera relación con  ese gracioso pato amarillo.
Estoy en un proceso de despojo de viejas manías y de realfabetización. Siento que voy por la S, que aunque está iniciando el libro, es más esperanzadora si en lugar de verla como la “S de sapo”, la leo como “S de sapiencia”. Sólo espero que nunca llegue el día en que me considere completamente alfabetizada.

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Oct/11
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