El Hielo del Trago y La Lucecita

Escrito por Manuel Maza sj. en Golosina Espiritual
Ya era noche cerrada a las 9:40 pm., cuando Tito cruzó al lado sur de la Sarasota. Sólo unas lucecitas navideñas, traviesas y burlonas rompían la oscuridad. Acababa de terminar su último examen del semestre. Terminaba su carrera, pero desde que Rosa había terminado con él, no le interesaba nada.

Dos años de planes, sueños y proyectos se habían apagado. Había pasado todas las materias, pero Rosa lo había quemado.
La única luz de su vida era el reflejo de los foquitos navideños en el hielo del fondo de su trago. Llevaba casi un mes bebiendo solo en un rinconcito del bar, enfrente de la universidad. Era su esquinita.
De un lado, un callejón oscuro y del otro, varias mesas. Nadie miraba para allá. En dos ocasiones, había tenido que dejar su carrito en el parqueo de la universidad. Un taxi lo había depositado en su casa, donde gracias a Dios, nadie lo había visto llegar tambaleándose. Se había ido bebiendo todos los cuartos que guardó con ilusión en una caja de tabaco.
Rosa lo había puesto ahorrar para un fiestón el 31 de diciembre. La movida, “fin de carrera y fin de año” era con Rosa y los compañeros. El encenderse y apagarse de los foquitos intermitentes parecían reírse de él.
Sólo su tío Armando, el psiquiatra, sabía que bebía tanto. Con su franqueza indomable, tío y Dr., le habían cantado la sentencia: –una semana más así y vas a empezar a depender del alcohol. El alcohólico se parece a los foquitos navideños: se prende y se apaga y finalmente se queda apagado–.
Esa noche, empezaba la semana fatal.
¡Mi billetera! Tito metió la mano en el bolsillo, mientras recordaba. En el “juidero” para llegar al examen, la había olvidado en el pantalón del traje para ir al banco. Sólo tenía $ 250 pesos. Un compañero le había pagado esa noche, por fin, varias fotocopias adeudadas desde el comienzo del curso. ¡250, eso no le alcanzaba ni para empezar! Tan distraído estaba, que le tomó unos instantes sentir el jaloncito en la camisa.
De la oscuridad del callejón surgía un bracito y del bracito, una niña. Era bellísima, tendría unos 10 años, un pajón desarreglado y dos ojos inmensos, que iluminaban la noche. –¡Señor, ayúdeme a comprarle una medicina a mi mamá!– En sus años de universidad, Tito se había graduado de escuchar todos los cuentos imaginables de la gente del Manguito: enfermedades, pasajes, zapatos para ir a la escuela, recetas y cajas de muerto. Tito se las sabía todas.
Hoy le iba a dar una lección a esa niña. –Niña mentirosa, ahora mismo ¡vamos a ver a tu mamá! –La niña, le sonrió serena y agradecida.
¡Sí, señor, vamos! Tito no había ordenado nada todavía, y con el orgullo picado, se adentró resuelto en la noche del callejón hacia el Manguito, por donde sólo cruzaba desde la Churchill cuando le había cogido lo tarde para ir a la universidad.
El rancho desbaratado y limpio. Dos piezas. En el suelo, tres niños jugando. En una cama desvencijada, una señora ardiendo en fiebre.
La enferma habló mientras tosía: – María, pero tú sí eres tremendita. ¡Hasta hiciste venir al señor a nuestro rancho! –No, mamá, él quiso venir. Dice que yo soy una mentirosa, dejó caer María sin amargura.
–¡Ay, Señor, perdone el reguero! Ya tengo una semana así. Me recetaron un jarabe y unos calmantes. Mi esposo trabaja de sereno y es mañana que cobra.
Ayúdeme hoy, y mañana en la noche, venga, y por Dios santo se lo juro, que se lo devuelvo.
Fueron a una farmacia en la Rómulo Betancourt. Los doscientos cincuenta no alcanzaron, pero conocían a Tito y le fiaron la medicina.
De vuelta en el rancho, la doña se tomó la medicina disuelta en un vaso de agua.
Con una lentitud desesperante, sorbito a sorbito, se bebió todo el vaso. Tito se entretuvo en inspeccionar el rancho.
En una esquinita del aposento, habían montado un nacimiento. ¡Todas las figuras eran botellas plásticas de agua y refrescos de distintos tamaños! Las más altas eran los reyes con sus tres coronas.
Luego, José con una vara y cara joven. Una botellita de Malta Morena hacía de la Virgen con todo y manto. Dos botellas acostadas representaban la mula y el buey. Llevaban cachos, orejas y rabos según tocase. Los pastores eran unos frasquitos de la misma medicina pintados de blanco. A la estrella, con un poco de pelo del candidato, la habían recortado de una propaganda política. El niño Jesús era un bombillito chiquitico. Con su lucecita alumbraba todas las figuras y a todo aquél que viniese y se acercase a ver.
María, le preguntó: — ¿Te gusta? Y bajando los ojos, declaró: — yo solita lo armé–.
Tito la interrogó: –¿y cómo se te ocurrió la idea de hacer al Niño Jesús con un foquito?— –Fue algo que oí en el catecismo de la primera comunión. Jesús es la luz. Yo lo puse así, porque ninguna de las luces grandotas de los anuncios de la calle, jamás ha venido a iluminar mi rancho.
Jesús es una lucecita como las de mi rancho. Para iluminarse, uno no necesita luces grandes, basta una lucecita con tal que sea verdadera.
La doña tosió, se había bebido su medicina. Doña y niña le agradecieron con sonrisas cordialmente invencibles. Tito se despidió y se adentró de nuevo en la noche del callejón. Iba pensando: –Para iluminarse, basta con una lucecita con tal que sea verdadera–.
La noche siguiente, Tito volvió al rancho.
La doña porfiaba por devolverle los cuartos. Tito le puso en las manos una caja de tabaco: — Doña, ya yo no vuelvo a la universidad y no creo que la vuelva a ver. Estos cuartos son suyos. Eran para una fiesta a la que ya yo no voy a ir, pero su salud será mi fiesta. –La niña María, le sonreía entre lágrimas con los ojos aguados y brillantes.
Tito la abrazó y la besó en la frente. Tito se adentró de nuevo en la negrura del callejón. Estaba tan oscuro como ayer, pero ahora en su corazón brillaba una lucecita y los ojos grandotes de María. No sabía que sería de él, pero ya no le mendigaría la vida al fondo de ningún vaso.
Para la vida y el futuro, buscaría a una muchacha de ojos grandes y sonrisa serena, que fuera tremendita como María y jamás lo pusiera a ahorrar para gastarse alegremente en una fiesta, lo que varias familias no tenían para vivir.
Los foquitos intermitentes de la Sarasota ya no lucían burlones. Ahora eran como las lucecitas del nacimiento en el rancho de María: se emburujaban sin desmayo con la noche para derrotarla de una vez por todas y brillar para siempre.
El autor es Profesor – Investigador en el Campus de Santo Domingo de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra.

12
Dic/11
0

Escriba aquí sus comentarios

Nos reservamos el derecho de publicar y/o editar los comentarios recibidos.

© F@roMundi 2009. Todos los derechos reservados.
Desarrollado por iNTERMADE Web Creations

Website Malware Scan